Relatos clasificados en segunda posición ex aequo en el Concurso de Relatos Breves “El legado de Sancho Panza”

La última aventura, autor Osvaldo Vega Madriz (Cartago, Costa Rica)

El grito de “¡Tierra a la vista!”, alegró los corazones de los pasajeros del barco, incluido el del anciano que lo escuchó desde la decrépita y deshilachada hamaca en la bodega de carga. El viejo, un hombre pequeño, barba cana y desaliñada, de barriga grande, talle corto y zancas largas, sonrió para sí, percibiendo como su alma se estremecía con una ilusión que no sentía desde hacía décadas. Feliz, con la emoción de un niño en la víspera de Navidad, se permitió por primera vez en aquel viaje, perder de vista el tonel de madera junto al que había dormido, comido y rezado durante la travesía y con lentitud subió a cubierta donde ya los miembros de la tripulación se afanaban en los preparativos para el atraque y posterior desembarco.

La luz del mediodía, el azul del cielo despoblado de nubes, el turquesa del mar, el dorado de la arena que se atisbaba en la lejanía y el vivo verde de las montañas más allá de la costa, inundaron los sentidos del anciano, y sus ojos se abrieron al máximo tratando de no perder detalle de aquel maravilloso entorno. Un soplo de viento cálido le acarició las mejillas, y revoloteó entre los mechones de su exiguo cabello plateado, dándole la bienvenida a América.

-Qué distinto aquel lugar de aquella triste y gris playa en la que hace muchos años había empezado el principio del fin de aquel hidalgo, recio, seco de carnes y enjuto de rostro que aún extraño- pensó el anciano con un deje de tristeza y nostalgia que anegó las telitas de pterigión que en los últimos tiempos se habían apoderado de sus alicaídos y cansinos ojos.

El viejo no bajó del barco con el resto de pasajeros, sino con las mercancías, pues no consintió separarse del barril que había custodiado de tan lejos. El manifiesto describía aquella carga como “Barril de vino de Castilla”, pero los hombretones de la aduana que lo descargaron, fácilmente advirtieron que no podía ser ese su contenido, no solo por su peso -mayor al que prodigaría si resguardara el fruto de la vid- sino por cuanto, fuese lo que fuese, producía un golpeteo en su interior ¡Plac!, ¡Ploc!, en lugar del ¡Plic!, ¡Plush! que abría de esperarse de un líquido. Los operarios informaron al aduanero de turno sus sospechas y esperaron el espectáculo -que incluiría la detención del anciano- cuando fuesen confirmadas, pero en cuanto el funcionario alzó la vista para interrogar al vetusto viajero, vio como este le extendía una carta un sello de cera roja en el que se leía un nombre ya para entonces muy conocido en el nuevo mundo: Monjas Carmelitas Descalzas. La nota suscrita por la priora de esa congregación, una tal Sor Sanchica, declaraba que el barril contenía vino confeccionado de las vides de esa organización religiosa, y sacramentado directamente por el obispo de Sevilla, con el fin de enviarlo a un Monasterio de aquella región a fin de paliar los cerca de dos años que mantenía soportando misas secas en virtud de la escasez del preciado líquido en esas tierras.

-Con la iglesia hemos topado- exclamó el aduanero con tono cansino y monótono pero sin tener ningún santuario a la vista, y lo hizo lo suficientemente alto para que los sudorosos descargadores que esperaban atentos comprendieran la razón que tenía para decepcionarlos, y de seguido autorizó el desalmacenaje del tonel.

Los dos siguientes días, el anciano los ocupó viajando, siempre junto al barril, en una desvencijada carreta tirada por un par de robustos bueyes guiados por el mozalbete alto y recio que no superaba las dos décadas de vida y que había sido escogido para aquella labor por su lealtad para la noble causa que la amparaba. Durante la primera jornada que transcurrió entre solitarias montañas por caminos de tierra y barro rodeadas de una espesa vegetación, y para asombro del muchacho guía, tucanes, dantas, monos, colibríes, quetzales e incluso jaguares, aparecían de cuando en cuando, y por un rato, hacían las veces de comitiva para los viajeros. Los árboles, por su parte, soltaban andanadas de vistosas flores cuando la carreta traqueteaba a su lado o azotaban sus ramas refrescando el paso del anciano e incluso en dos o tres ocasiones desprendieron sus frutos sobre la carreta, permitiendo a su ocupante deleitarse de su dulce zumo. En la segunda jornada, cuando habían dejado atrás las montañas y se hallaban ya en la meseta que dominaba el centro de la región, comenzaron a divisar grupitos de pequeñas chozas desperdigados a la vera del camino, en cuyo alrededor zumbaban invariablemente tropeles de chiquillos de tez oscura, con las caras churretadas, y pelos enmarañados, que interrumpían sus juegos para correr junto a la carreta durante el tiempo en que sus pequeños pulmones se los permitían, agitando sus manitas con alegría hacia los viajeros. La lluvia fue la encargada de acompañar el último tramo del viaje, pero fue distinta a la que había experimentado el viejo en su patria, esta era cálida, animaba, refrescaba el espíritu, y expedía una fragancia levemente dulce, que invitaba a embelesarse con su contacto.

Fue al despuntar las primeras estrellas acercándose a la noche de aquella segunda jornada, cuando avistaron la pequeña ciudad a la que dirigían. Era pobre, de pocas casas, todas pálidas a punta de la cal que cubría los ladrillos de adobe que las formaban. Su centro, señalizado por una plaza que era más bien un descampado cubierto de trillos en todas direcciones que cercenaban el tímido césped que lo cubría, se rodeaba de una pequeña iglesia, y el edificio más grande del lugar, también de color blanco, de dos plantas, surcado por dos columnas de ventanas, y coronado por una enorme cruz de madera.

Cuando ingresaron al pueblo y antes de tener a la vista la puerta del Monasterio -que eso era aquel edificio vasto y lechoso-, el joven detuvo la carreta frente a una humilde casa, y tocó su puerta, la cual se abrió y dio paso a dos hombres que salieron, bajaron el tonel de la carreta y lo sustituyeron por otro que expidió el ¡Plic!, ¡Plush! propio de su líquido contenido mientras era encumbrado al carromato.

El viejo despidió a los dos hombres con un gesto vivaz de su regordeta mano y una sonrisa de satisfacción.

El joven azuzó a los bueyes y estos reanudaron su camino moviendo ruidosamente la carreta hasta la puerta del Monasterio, donde, avisado por una campanilla, un sacerdote calvo salió a recibir a anciano, alegrándose de ver que también llegaba con él el barril prometido desde el otro lado del mar y que emitía los sonidos característicos que hacían prever el fin de las misas secas: ¡Plic!, ¡Plush!.

Aquel Monasterio sería el hogar del viejo en sus últimos días como pago por sacarlo de la terrible sequía de líquido espirituoso (pago negociado por la tal Sanchica), pero lo fue por poco tiempo, pues no había transcurrido un mes cuando al notar su ausencia en el Maitines y en Laudes, fueron a buscarlo, encontrándolo en su habitación con una expresión de paz y calma, gozando ya tranquilamente el sueño eterno.

Días después, antes que se cumpliera el novenario del viejo, vieron nuevamente al joven carretero en el pueblo, dejando un paquete en la puerta del recinto monástico dirigido al Prior. Contenía un libro y una nota: El libro se titulaba: “El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Primera Edición Completa”, y la nota rezaba: “Nunca ignoré que la Santa Inquisición prohíbe las historias vanas en estas tierras, dando por vano todo cuando no sea la historia de nuestro señor y sus santos ¡Allá se lo hayan, con su pan se lo coman! Pero vive Dios, que el ejemplo de lealtad, sencillez y nobleza de hombres ordinarios y pecadores que, aún en ilusiones, locuras o sueños, se alzan sobre sus miserias para desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, y acudir a los miserables, puede anidar en el corazón de los hombres y volcarlos al bien, a la bondad y a la generosidad mejor que lo que harían miles de rezos y lecturas de las escrituras. Un tonel destinado a trasladar morapio bendito, ha traído ese fuego afable, tierno y compasivo allende de los mares, y ahora recorre, ilumina e impregna esta gloriosa realidad del nuevo mundo, y como agradecimiento por su hospitalidad una de las antorchas es para vuestra merced, que buen uso le dé. Sancho Panza.”.


Dime Sancho, autora Elena Olivella

No alcanzo a saber cuánto tiempo llevo encerrado, tal como no alcanzaba, por mi poca estatura, el buen vino que yo sabía dónde estaba escondido. La locura que no viene de un bicho malo o microbio, según quién lo menta, no se pega, no se contagia como la peste, dicen. Ese “dicen” que tanto habla y al que pocos le ponen nombre.

Pero no está de más añadir que la locura del otro, en ocasiones y cuando es persistente, te roba la cordura propia y eso es por una empatía dañada. Viví con Alonso y también padecí con él. Fui su escudero. Y mi principal virtud para conseguir este puesto fue mi ambición.

Y no me lo pidió Alonso o Don Quijote, que vienen a ser el mismo sin serlo. Me lo rogó don Miguel, poco antes de morir. La tristeza no es patrimonio de la humanidad, porque los personajes literarios la sentimos. Así lo demuestran los escritos y, a veces, de forma continuada, insistente, perenne. Tristeza que sentí cuando supe de su muerte. Y antes de cruzar la línea entre el hombre y la figura insigne, don Miguel me lo rogó, que es el “pedir” pero con vestido de gala: “Que no mueran los gigantes, que los odres sigan guardando sangre y que los ejércitos no balen. ¿Me entiendes hijo Sancho?, ¿verdad? Si Don Quijote muere y Alonso quiere seguir viviendo en la pesadumbre, como se cuenta, coge su espada y mata tú a los gigantes”. Y volvió a decirme “¿Me entiendes hijo Sancho?”.

No me dio tiempo a responderle, porque el “hasta aquí” había hecho acto de presencia para don Miguel. Pero ni con tiempo hubiera podido cambiar el no por un sí a esa repuesta. No entendí por qué quería que matara gigantes. ¿Cómo puedo matar aquello que no es, que no existe? Y después de darle mucho a la mollera, como si de una maratón se tratase, llegué, a una conclusión. Aquello que no existía tenía, pues, que crearlo. Y si no puedo usar carne y huesos y demás, usaré el imaginario. Y fue así como me convertí en un matador de gigantes y, además, sin pesar alguno, porque yo sabía que esos seres solo habitaban en mí y no tenían mujer ni hijos que les lloraran.

Mis gigantes, porque eran los míos, no nacieron a causa de que se me secara el cerebro por saciarme hasta reventar de libros de caballerías. Mis gigantes vieron la luz porque don Miguel, el que me engendró a partir del romance entre una pluma y un trozo de papel, me lo suplicó, primo hermano del “rogó” que salió de su boca el día que cambió de barrio. Y con los primeros odres que rajé, sentía el olor a vino. Me costó mucho que ese aroma mutara, oliera a hierro y tuviera una tonalidad distinta. Costó que el vino se hiciera sangre. Pero se hizo y todo porque me lo exhortó don Miguel en su lecho de muerte, que es la marquesina en la que se coge el autobús para ir al más allá. Aún más me costaría deconstruir una venta y alzar un castillo.

Y aunque vivan en la misma cabeza, los pensamientos una vez bebidos, y rellenado el cerebro de nuevo, son otros. Con este enredijo de palabras vengo a decir que, a toro pasado, considero que Don Quijote no tenía alucinaciones. Jamás perdió el juicio, solo que a veces, no sabía dónde lo había dejado. Pero perderlo, no. Se trataba de un miope mental que no veía bien la realidad porque no usaba lentes para corregirla. Desmontó la realidad única y la despiezó. Y en una de esas piezas decidió pasar ratos. Y no me escondo cuando sé que, a menudo, yo le decía que volviera a juntar esas piezas. Y no me escondo cuando era yo o los otros los que despiezábamos su realidad. Como en aquella ocasión en la que le presentamos a tres aldeanas para que sus ojos las convirtieran en damas de postín. Pero sus ojos no obraron la transformación y como aldeanas se fueron.

“Y bien José, ¿cuántos gigantes has matado hoy?”.

Qué quiere que le responda este. Por qué me llama José. Si no recuerdo mal, mi nombre es Sancho. ¿Por qué sonríe? Que no me altere de más. ¿No sabe, acaso, que en un pispás puedo convertirlo en uno de mis gigantes? No se ha sorprendido el hombre de que lleve puesto, todavía, el yelmo. No le contaré que hoy he matado a unos diez. Me limitaré a decirle que en mi horizonte ya no hay gigantes. Es lo mejor, porque no compartimos realidad a pesar de que pisamos el mismo escenario. Y cada realidad tiene su lengua y sus normas. Mi faceta de parlanchín y gracioso mengua y huye cuando tengo a este hombre enfrente. Mi señor ya le hubiera echado a los leones.

“¿No confías en mí? “, me dice. Suelto un sí estándar al tiempo que pienso un no. No se trata de una mentira. Simplemente, no siempre es bueno sacar a pasear a la verdad si el ambiente no es el idóneo, porque puede perecer. Me da unos libros para que los lea, pero él no sabe que no sé leer, sobre todo porque así lo he decidido y las decisiones están por encima de las evidencias. Siempre.

A pesar de los pesares, sigo fiel a lo que don Miguel me imploró, término que es

primo hermano del “rogó” que salió de su boca. Continuar con el legado de mi amigo Don Quijote. Pero me temo que los gigantes son una especie en peligro de extinción.

De vez en cuando, se me escapa una reflexión que asoma las patitas y que me

confiesa que preferiría ver rebaños en lugar de ejércitos. Y si mi vida me olvida, ¿quién matará gigantes?

Ya he cenado. Las viandas que me sirven espantarían hasta a un hambriento.

Vuelvo a mi habitación. Está oscureciendo. Una damisela me trae unas pastillas para que me las tome. Y lo hago. Me dice que abra la boca y que levante la lengua. Se va.

Me tumbo en la cama. Oigo al que está en la habitación de al lado y, como cada

noche, sobre esta hora, como si fuera una lechuza, empieza a ulular. Le hacen callar.

Pero sigue ululando. Quizá, porque tan solo él sabe que es una lechuza.

.

Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan

Un comentario sobre “Relatos clasificados en segunda posición ex aequo en el Concurso de Relatos Breves “El legado de Sancho Panza”

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s