
Luis Gómez Canseco
Ponencia en la IV Mesa Redonda Cervantina «La gastronomía del Quijote en el siglo XXI», celebrada en Alcázar de San Juan el 30/04/2022
Para la narrativa que comienza su andadura a finales del siglo XV, la presencia de la comida está hondamente relacionada con la irrupción de la realidad en la ficción. En ese recorrido que empieza con La Celestina y sigue hasta el Lazarillo de Tormes, la comida tiene una cierta importancia, aunque en principio más como reflejo del hambre y de una situación social que con entidad propia. No obstante, cuando avanzamos hacia el Guzmán de Alfarache y, sobre todo, hacia el Quijote, el asunto cambia por completo. Se trata de textos mucho más complejos, en los que el no solo el tiempo o la geografía vienen a coincidir con los de los lectores contemporáneos, sino que todo contribuye a la reconstrucción en palabras de esa apariencia de realidad: el lenguaje, los usos, el ambiente, los personajes mismos y, claro está, lo que comen.
Cervantes quiso que sus personajes tuvieran vida y que, como consecuencia, cumplieran con las condiciones fisiológicas necesarias para ello. De ahí el elogio que el cura Pero Pérez hace del Tirante el Blanco durante el escrutinio de la librería de don Quijote:
Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte. (I, 6)
En principio, nada hay de extraordinario ni de novelesco en esta cuestión, que pudiera parecer intrascendente; pero Cervantes se sirvió de ella al menos para dos funciones. En primer lugar, le permitió crear un paisaje narrativo que parece real y que da densidad al mundo imaginario. En segundo lugar, lo que los personajes comen y el modo en cómo lo hacen nos ayuda a conocerlos en su complejidad.
Esquematizando mucho esa complejidad, podríamos decir que hay tres maneras básicas de comer en el libro. cervantino: la primera es el hambre, esto es, no comer; la segunda es comer con ansia; la tercera, por el contrario, consiste en comer con contención y mesura. Estos modos –en especial los dos últimos– reflejan en buena medida los órdenes sociales que se reflejan en el libro. Y es que, más allá del hambre que tenga cada uno, el ansia a la hora de comer se asociaba a lo villanesco, mientras que la mesura correspondía a las maneras más educadas de sentarse a la mesa y de comportarse frente a la oferta gastronómica.
Se trata, si bien se mira, del mismo arco social que podemos ver reflejado en el Quijote, con una primera parte dominada por un paisaje mucho más rural –el de las ventas, los arrieros, los pastores y los villanos–, donde las clases más altas solo comparecen en el enredo de Sierra Morena, cuando don Quijote y su cuadrilla llegan a la venta con Cardenio y Dorotea, y se encuentran allí con don Fernando, Luscinda, el oidor, don Luis, doña Clara y el capitán cautivo. En la segunda parte, muy probablemente bajo el impacto provocado por el Quijote apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, Cervantes llevó su caballero hacia un mundo más urbano, más amplio y más diverso en el dibujo que se hace de la sociedad contemporánea.
En el libro de 1605, los protocolos se mueven entre la cena con los pastores y las frugales comidas de Sancho y su amo en medio del campo. En 1615, sin embargo, nos encontramos con episodios culinarios mucho más elaborados como las bodas de Camacho, los sufrimientos de Sancho en su mesa de gobernador en la ínsula Barataria o la visita a la casa de don Antonio Moreno. En ese recorrido, vamos a pasar desde simples alforjas de viaje o mesas poco surtidas, como sería la del propio Alonso Quijano, a auténticos festines gastronómicos. Aun así, en cada uno de esos casos los personajes guardan su particular protocolo.
La escasez que a menudo afecta a las alforjas de Sancho se ve compensada por la abundancia que gentilmente se les ofrece aquí y allá. Ese despliegue alimenticio con el que se encuentran –sobre todo en la segunda parte– tenía mucho que ver con el prestigio social del anfitrión, que de este modo ponía de manifiesto su riqueza y liberalidad. De ahí que don Diego de Miranda, el caballero del Verde Gabán, asegure que sus convites eran «limpios y aseados y nonada escasos» (II, 16). Conviene recordar aquí que el protocolo de la corte de Borgoña, introducido en España por la dinastía de los Austrias, recomendaba servir un buen número de platos simultáneamente, tal como se ve en el fallido banquete de Sancho como gobernador o, en una versión rústica, en las bodas de Camacho.
Pero recordemos que la primera forma de comer era con hambre y sin remilgos. Es lo que hace Cardenio, a pesar de su condición, en Sierra Morena:
Luego sacaron Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa, que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba; y en tanto que comía ni él ni los que le miraban hablaban palabra. (I, 24)
Otro tanto cabe decir de los peregrinos que acompañan al morisco Ricote, que comen «con grandísimo gusto y muy de espacio». Pero hasta en esto guardaban su protocolo, porque lo hacen tomando la comida «con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa». Bien es verdad que, cuando se trata de beber, la cosa cambia:
…y luego al punto todos a una levantaron los brazos y las botas en el aire: puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y de esta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían. (II, 54)
Los mismos cabreros del capítulo 11 de la primera parte se someten a normas sociales a la hora de comer. Cuando don Quijote y Sancho llegan a la majada, los cabreros les acogen con generosidad, atendiéndoles con su mejor protocolo:
…tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a don Quijote que se sentase sobre un dornajo que vuelto del revés le pusieron. (I, 11)
Animado por esa sencillez, don Quijote invita a Sancho a romper la distancia social que los separa y comer juntos. El escudero rechaza, sin embargo, la oferta para comer a sus anchas sin atenerse a esas normas que marcaba la urbanidad de la época:
Mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. (I, 11)
A la postre, tales ataduras terminarán por serle impuestas al escudero cuando lleguen al palacio de los duques. Primero será don Quijote quien, tras comer con todo el aparato a la mesa de los duques, sufrirá un protocolo inventado y burlesco con el que le lavan las barbas. La costumbre sorprende incluso a Sancho, que asegura: «en las cortes de los otros príncipes siempre he oído decir que en levantando los manteles dan agua a las manos, pero no lejía a las barbas» (II, 32). Más adelante será el propio don Quijote quien le instruya con sus consejos en los modos comer que convienen a un gobernador, atendiendo tanto a la dieta como a la mesura y al protocolo. De ahí se suceden esas tres extraordinarias sentencias: «No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería», «Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago» y «Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar delante de nadie». Sancho, que no entendía esa voz de erutar, precisa que su amo le explique que «quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy sinificativo». A lo que el escudero repone: «Uno de los consejos y avisos que pienso llevar en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo» (II, 43).
Ya en su gobierno insular, Sancho disfrutará del mismo aparato y la gastronomía de los que disfrutaban los nobles, pero lo hará bajo la implacable tutela del doctor Pedro Recio de Agüero, natural de Tirteafuera, que le impide disfrutar del festín que, como gobernador, tenía a la mano. Tan es así que, cuando decide abandonar el cargo, tan solo pide «medio queso y medio pan», sin «mayor ni mejor repostería» (II, 53). Vuelve así a su dieta y maneras de villano.
Sin embargo, a partir de ese momento, el escudero se hace otro. Sobre todo, desde el punto y hora en que el Quijote apócrifo vio la luz. Avellaneda pintó a Sancho como un villano zafio y glotón, que se atracaba de albondiguillas y manjar blanco, y se guardaba las sobras en los bolsillos. Así se lo recordaba don Antonio Moreno en Barcelona: «Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de albondiguillas, que si os sobran las guardáis en el seno para el otro día». A lo que Sancho repone: «No, señor, no es así, porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar entrambos ocho días». Hasta el propio don Quijote sale en defensa de su escudero, asegurando que «la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna en los siglos venideros. Verdad es que cuando él tiene hambre parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos, pero la limpieza siempre la tiene en su punto». Y aún añade una puntualización extraordinaria sobre los modos de comer, y es que «en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de la granada» (II, 62).
Algo había haber de verdad, porque en la primera parte el escudero no tiene inconveniente en comer a sus anchas cuando el hambre le azuza:
Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondiole su amo que por entonces no le hacía menester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y, sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. (I, 8)
En la segunda, no obstante, ya derrotado en las playas de Barcelona, el caballero se dirige de regreso a la aldea, sin ánimo para pensar en alimentos: «No comía don Quijote, de puro pesaroso». Ante esta situación, el antiguo villano ya ha aprendido a abstenerse y a guardar las formas: «Sancho no osaba tocar a los manjares que delante tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva». Pero solo por un tiempo razonable, porque al poco, viendo que don Quijote «no se acordaba de llevar el pan a la boca, no abrió la suya y, atropellando por todo género de crianza, comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía» (II, 59).
Pero ¿qué ocurre con el caballero en todo este paisaje? Le hemos visto instruir a Sancho en las buenas maneras, sentarse a la mesa con don Diego de Miranda, con don Antonio Moreno o con los nobilísimos duques, sin despreciar por ello la invitación de los cabreros o las alforjas de Sancho. Pero ocurre –y no es traza de menor cuantía– que todo lo que Alonso Quijano sabe, don Quijote lo transforma en materia de caballerías. Y en estos libros a los caballeros todo se iba en amores y batallas, sin atender demasiado al sustento. El mismo caballero lo recordaba al poco de salir de su aldea:
Hágote saber, Sancho que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de los caballeros andantes comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. (I, 10)
En los libros de caballerías, como en los de pastores o los sentimentales, apenas había tiempo y ocasión para comer. Aseguraba Luis Cernuda que, tras leer el Quijote de cabo a rabo, se sale con la sensación de que don Quijote casi no come y apenas duerme. Pero eso es lo que corresponde a un verdadero caballero andante y enamorado, y don Quijote ha decidido serlo a las bravas y con todas las consecuencias. En la historia de Cervantes, don Quijote está rodeado, casi asediado por la realidad, pero en su caso la literatura ha sustituido a la vida. Se alimenta casi exclusivamente de unas pocas ideas que ha encontrado en los libros de caballerías. Y en esos los libros –Alonso Quijano lo sabía bien– los caballeros comen poco y cenan más poco.
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Luis Gómez Canseco es Doctor en Filología Hispánica y Profesor en la Universidad de Huelva. Es Socio de Honor de la Sociedad Cevantina de Alcázar de San Juan
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