
Decía Jacques Lacan, el conocido psicoanalista francés, que el primer instrumento que tenemos para representarnos es el cuerpo; el segundo es el lenguaje. Y es así como, a través del propio cuerpo y del lenguaje, un niño comienza a tomar conciencia de que es un sujeto. El lenguaje -la palabra- es, por decirlo de otro modo, uno de los pilares que nos constituyen como individuos y, puesto que somos animales sociales, como especie. Con el lenguaje pensamos y sentimos, nos mostramos ante el mundo y comprendemos la realidad, establecemos nuestros lazos más sólidos, nos comunicamos con nosotros mismos y con los demás; con las palabras amamos, pero también nos causamos dolor; con ellas se componen bellísimos poemas y con ellas mentimos y condenamos a muerte; con ellas rezamos, despreciamos, cantamos, nos consolamos, investigamos, enseñamos y aprendemos… Hay palabras que matan y palabras que curan. El mundo y el pensamiento están hechos de palabras. Y es una verdadera pena que, en demasiadas ocasiones y dada su importancia y su poder, no las cuidemos ni les prestemos la atención que se merecen. Un solo ejemplo: España, como las instituciones internacionales denuncian cada año, es uno de los países europeos con mayores problemas de comprensión lectora en niños y adolescentes.
La Historia está íntimamente relacionada con el lenguaje y, por tanto, con la identidad, tanto la individual como la colectiva. Conocerla no solo sirve para adentrarnos en el pasado o para el clásico tópico de no repetirla, sino que, como la palabra, nos configura y configura nuestra realidad. Somos lo que somos porque existimos en un contexto, dentro de unas coordenadas temporales y espaciales. No seríamos lo que somos de haber nacido veinte años antes o veinte años después, o en cualquier otro lugar del mundo. (Si esta simple idea la tuviéramos más en cuenta, quizás nos ahorraríamos muchos problemas generacionales con nuestros padres, con nuestros hijos o con las gentes de otras tierras y otras culturas). Pero cuando hablamos de Historia no hablamos solo del pasado, sino que fundamentalmente nos referimos al relato que hacemos de ese pasado, un relato que elaboramos en el presente y al que aplicamos nuestros filtros ideológicos personales o colectivos. Y ahí nos topamos de nuevo con las palabras, que son las que conforman los relatos.
Hay palabras que han transformado la Historia y acontecimientos históricos que han sido definitivos en la formación y la evolución de las lenguas. Los discursos de odio contra los judíos condujeron finalmente a los campos de exterminio nazis; la homofobia, la xenofobia y el racismo verbal siguen teniendo como consecuencia palizas o asesinatos de personas homosexuales, extranjeras o de diferente raza; las apasionadas proclamas de muchos líderes históricos han conducido tanto a grandes revoluciones como a profundos desastres. También la ausencia de palabras, el silencio, puede tener graves consecuencias sobre la realidad. Incluso algo tan aparentemente insignificante como la incorrecta traducción de una sola palabra puede ser la causa de importantes acontecimientos históricos, como ocurrió, por ejemplo, en la tradición religiosa occidental cuando, hace unos 2.200 años, se tradujo la palabra hebrea “almah” (doncella, mujer joven) por la griega “parthenós” (virgen) en la famosa traducción de la Biblia conocida como Septuaginta. Hasta ese punto una sola palabra puede configurar la historia. O una simple frase, como la del evangelio de Mateo: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos’ contestó todo el pueblo”, utilizada durante 2.000 años para justificar el antisemitismo.
Del hecho contrario -el modo en que la Historia afecta al lenguaje- baste mencionar cómo las invasiones de Iberia por los romanos o de la Hispania visigoda por los árabes, cambiaron las lenguas y los modos de hablar y, por tanto, de pensar de la península. O cómo la decisión de Felipe II de establecer la capitalidad del reino en Madrid o el espectacular crecimiento poblacional de Sevilla al convertirse en puerto de salida y llegada de los viajes al Nuevo Mundo influyeron decisivamente en el mayor cambio fonético de la historia del castellano: la desaparición de las consonantes sibilantes y la consiguiente diferenciación entre el castellano del norte (el modelo capitalino madrileño) y el del sur (el modelo sevillano), que condicionaría también el modo en que se habla español en toda Sudamérica, ya que fueron hombres del sur los que mayoritariamente participaron en la conquista. Profundizar en ello daría para otro largo artículo. Me limitaré después a mencionar cómo el llamado “heheo” (leído con hache aspirada) es un fenómeno lingüístico, junto al seseo y el ceceo, que se genera entonces, entre el siglo XVI y el XVII, y que afecta a la variante manchega del castellano. Consiste básicamente en la tendencia a pronunciar casi todas las eses como una hache aspirada (nohotros, ehpañol, eh que…).
MULTICULTURALIDAD Y DIVERSIDAD
Las lenguas ni nacen solas ni son eternas. Tienen, como entes vivos que son, una historia. Surgen a partir de lenguas anteriores, tienen una vida normalmente larga (cientos o miles de años), se imponen sobre otras o son eliminadas por ellas, se transforman en lenguas nuevas y, tras numerosos avatares, desaparecen. Muchas de las que desaparecen, sin embargo, nunca mueren del todo, sino que parte de su acervo pervive, con más o menos cambios, en las lenguas que las sustituyen. Hay incluso lenguas que resucitan, como ha ocurrido con el hebreo, lengua que dejó de hablarse en el siglo IV de nuestra era (sólo se mantuvo su uso litúrgico y literario) y que volvió a hablarse con el impulso del movimiento sionista hasta convertirse de nuevo en el siglo XX en la lengua oficial del estado de Israel.
En la actualidad, de las aproximadamente 7.000 lenguas que se hablan en el planeta, más de 2.000 están en peligro de extinción y aproximadamente unas 50 son habladas por un solo individuo. Muchas de ellas desaparecerán si no se implantan políticas dirigidas a mantenerlas vivas. En el caso de España, tanto el aragonés (hablado en la zona de Jaca) como el aranés (hablado en el valle de Arán) están en serio riesgo de desaparición. Ninguna de ellas es usada habitualmente por más de unos pocos miles de hablantes. Para promoverla y evitar su extinción, el gobierno catalán ha declarado el aranés, a pesar de ser hablado solo por unas 8.000 personas, lengua cooficial de Cataluña.
De las lenguas, como de las personas, se puede trazar un árbol genealógico. En el caso concreto del origen del español podemos remontarnos hasta hace aproximadamente 6.000 años, que viene a considerarse el tiempo máximo para acceder con ciertas garantías de comprensión a una lengua ya desaparecida. Tanto el español como la mayoría de las lenguas occidentales provienen de una lengua madre conocida como protoindoeuropeo. Recibe ese nombre porque a todas las lenguas que descienden de ella se les llama lenguas indoeuropeas, que son la mayoría de las que se hablan entre la Península Ibérica y la India y, evidentemente, las que llevaron los colonizadores a América. La hipótesis más común sitúa a los hablantes de esta lengua primigenia en la zona de la actual Ucrania, al norte del Mar Negro. De ella derivan las lenguas germánicas, las eslavas, las del grupo céltico, las de la familia itálica -y su continuación: el latín y las lenguas romances-, el griego, el albanés, el persa y toda la gran familia de lenguas indo-iranias, el sanscrito, el hindi y un larguísimo etcétera. Resumamos diciendo que aproximadamente la mitad de la población de la Tierra habla una lengua que procede de la que se hablaba en aquel territorio al norte del Mar Negro hace unos 6.000 años.
El español, como el resto de las lenguas romances, tiene su origen principal en el latín, que a su vez procede de una mezcla de itálico y etrusco. El itálico proviene de una lengua conocida por los especialistas como celto-ítalo-tocario, que es la que tiene su origen directo en el protoindoeuropeo.
Pero la historia de una lengua no es siempre tan lineal. A las lenguas llegan palabras y rasgos de otras muchas con las que están o han estado en contacto. Si bien aproximadamente el 70% del vocabulario del español procede del latín, no podemos olvidar que durante casi ocho siglos los árabes habitaron la Península Ibérica y dejaron en nuestra lengua una profunda huella: el 8% de los vocablos del actual castellano. Pero a través del árabe nos llegaron también palabras del arameo, del persa o del sanscrito, igual que con el latín nos llegaron palabras -y por lo tanto ideas- de origen griego (un 10%) y de otras zonas del imperio. Y hay que tener también en cuenta que antes de que los romanos conquistaran Iberia, aquí se hablaban varias lenguas, con sus correspondientes dialectos, que han dejado asimismo su marca en el castellano. Las lenguas prerromanas más habladas eran el vasco y el ibero, lenguas, por cierto, no indoeuropeas y de origen oscuro. En el castellano quedan también restos de las lenguas que hablaban los pueblos celtas, que habitaban el oeste de la península, de los celtíberos, los tartesios, los turdetanos, los lusitanos, los cartagineses o los fenicios. A través de la religión, nos llegaron multitud de palabras hebreas, especialmente antropónimos o nombres de personas. Y con las invasiones bárbaras vinieron palabras centroeuropeas. O palabras galas a través del camino de Santiago. O italianas en los siglos XVI y XVII. O, más recientemente, palabras de las grandes naciones de los últimos siglos: Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos. También hay un ingente número de palabras que llegaron al castellano tras la conquista de América provenientes de lenguas precolombinas, como el quechua o el náhuatl. Y no es que lleguen sólo palabras; a veces la influencia de unas lenguas sobre otras es de otra naturaleza. El castellano, por ejemplo, le debe al vasco (hay quien afirma que también al ibero, que se hablaba en la enorme franja mediterránea que va de Marsella a Málaga, adentrándose incluso hasta el este y el sur de La Mancha) sus cinco sonidos vocálicos (el francés tiene once; el inglés, doce). También le debemos al vasco la transformación de la F inicial de las palabras latinas en H muda (formosus/hermoso; ficus/higo, facere/hacer…) ya que en vasco no existe el sonido F al comienzo de palabra. Esta influencia se debe a que el castellano nació en el norte, en contacto directo con el antiguo euskera, que se hablaba en un territorio mucho más extenso que en la actualidad, llegando incluso a la actual provincia de Zaragoza y a zonas del este de Cataluña y, por supuesto, en todo el sureste francés. Las famosas glosas emilianenses, que son los primeros escritos en castellano, tienen a su lado glosas escritas en euskera primitivo. Estos rasgos que las lenguas más antiguas dejan sobre la lengua que finalmente se impone recibe el nombre de sustrato. Diríamos, por tanto, que nuestros cinco sonidos vocálicos o la conversión en H muda de la F inicial en el proceso de evolución del latín al castellano forman parte del sustrato vasco.
Veamos brevemente, para ilustrar la enorme multiculturalidad del español, algunos ejemplos de vocabulario de uso común procedente tanto de lenguas coetáneas como de lenguas anteriores al castellano y que perviven en él con ciertas variaciones.
Protoindoeuropeo: son muchas las palabras o raíces de palabras que conocemos (algunas solo de forma aproximada) de aquella antigua lengua, sobre todo palabras relacionadas con el cuerpo, la familia, los números, los animales o los objetos de uso cotidiano. Debió de existir, por ejemplo, alguna palabra muy parecida a kaput para referirse a la cabeza, ya que, para nombrarla, muchas lenguas indoeuropeas usan palabras con bastantes similitudes (capitia, cabeza, cap, kéfali, kopf, kapuko, kapalam…). El concepto de madre debió de decirse de algún modo muy similar a méhter, que ha evolucionado de forma parecida en muchas lenguas (madre, mother, mère, mater, macer, mothe, mat, matr, mátar…). La palabra dios proviene del latín deus, que a su vez viene del griego Zeus, todas ellas procedentes de la raíz indoeuropea dyeu-, que significa sol, una de las deidades más comunes de las antiguas religiones. También de ella procede la palabra día. Incluso palabras más raras como espetera o espeto provienen de la raíz indoeuropea spei-, de donde también derivan la palabra espina o espiga, que son objetos, como el espeto, puntiagudos.
Latín: la gran mayoría de las palabras del español provienen de esta lengua y no es necesario abundar en ello. Algunas nos llegaron en diferentes oleadas, primero como evolución a través del latín vulgar, que se fue transformando poco a poco en castellano, y otras posteriormente, dado que el latín siguió siendo la lengua de la Iglesia y de las universidades durante siglos. La palabra delicatum, por ejemplo, se convierte en delgado y, en una derivación posterior, en delicado. La palabra solitarium nos llega primero como soltero y después como solitario. O frigidus, que nos llega como frío y como frígido.
Ibero: perro, vega, el prefijo aram (valle) de palabras como Aranjuez o Arango.
Celta / celtíbero: páramo, lanza, conejo, cerveza, camisa, bragas, colmena… El latín adopta muchas de ellas, como ocurre, por ejemplo, con la palabra celta camanom, que se convierte en camminum en latín y que luego pasa al español como camino.
De fenicios y cartagineses tenemos topónimos como Ibiza (de Ebussus), Cádiz (de Gadir) o Málaga (de Malaka).
Griego: teatro, política, tragedia, botica, aritmética, Cristo, iglesia, cementerio, Teodoro, Pancracio, Eusebio…
Vasco: izquierda, chabola, cencerro, tarranco, abarca, aquelarre…
Tartésico / turdetano: el sufijo -uba, por ejemplo, de Corduba (Córdoba) u Onuba (Huelva).
Gótico: muchas de sus palabras se integran en el latín. Son de los godos palabras como guerra, parra, espuela, ganso, hato, ropa… O nombres como Fernando, Rodrigo, Álvaro, Alonso, Elvira …
Árabe: es, por el tiempo que los musulmanes permanecen en Al-Ándalus, una de las lenguas que más palabras deja en el castellano: algarabía, ojalá, almohada, alcancía, azafrán, mazorca, jarca, máscara, limón, naranja, albañil, escabeche, alcuza, fanega… A través del árabe nos llegan también palabras como añil o ajedrez, que provienen del sánscrito, o azul, que procede del persa. Muchas expresiones tan cotidianas como La madre que te parió, Si Dios quiere o Dios te ampare tienen asimismo su origen en esta lengua.
Mozárabe: alpiste (que proviene del latín pistum al que se añade el artículo árabe al), pleita, asina…
Lenguas americanas precolombinas: guasca (del quechua: látigo de cuero), barbacoa (del taíno: conjunto de palos), cigarro (del maya siyar: fumar), jícara (del náhuatl: vaso). Otras palabras comunes como chocolate, maíz, chapapote, cacique, chicle, hamaca, patata o tomate provienen también de América.
De Flandes, la antigua colonia española, nos llegan muchas palabras relacionadas con el lenguaje militar: furriel (y de ahí furriela), petardo, carabina, recluta…
Inglés: chutar, fútbol, champú (de shampoo, que a su vez proviene del hindi), monitor, suéter, jersey, folclore, filmar, iceberg… O incluso expresiones del llanito (hablado en Gibraltar) tan comunes como Va que chuta.
Francés: restaurante, autobús, furgoneta, glorieta, chalet, edredón, champiñón, pistacho, pingüino…
Italiano: facha, fachada, gamba, carnaval, fascista, gambito, mazacote, raqueta, tómbola…
Alemán: acordeón, aspirina, cobalto, cuarzo, brindis…
Húngaro-checo: coche, pistola, sable…
Portugués: charol (de charâo, que a su vez viene del chino), Patiño, lancha (procedente del malayo), menina, barullo, catre, tanga…
Caló: camelar, molar, chungo, fetén, majareta, pirar, pringar, potra…
Hebreo: sábado, benjamín, edén, rabino, fariseo, cábala, aleluya, rebeca… y decenas de nombres bíblicos.
Sánscrito: añil, mantra, yoga, alcanfor, laca, ajedrez…
Persa: azul, escarlata, jazmín, babucha…
Chino: té, tifón, biombo, soja…
Así pues, hablar español (como hablar otras muchas lenguas) significa utilizar constantemente palabras de distinta procedencia, que se han incorporado al idioma en diferentes momentos de la historia y por caminos muy diversos. Cuando mencionamos, por citar solo tres ejemplos muy breves y cercanos, al patrón de Villafranca, el Cristo de Santa Ana, estamos utilizando palabras de origen griego (Cristo), latino (Santa) y hebreo (Ana), o cuando decimos Villafranca de los Caballeros estamos usando dos palabras latinas (villa y caballeros) y una germánica (franca). O Alcázar (del árabe hispano al qasr, que a su vez proviene del latín castra) de San (del latín) Juan (del hebreo).
Al castellano, con toda seguridad una de las lenguas más multiculturales y, por tanto, ricas del mundo, han ido llegando palabras y expresiones porque las han traído gentes de otras tierras y otras culturas a lo largo de la historia. Y seguirán llegando, porque la especie humana siempre ha sido una especie migrante, viajera, curiosa y necesitada de traspasar los límites de su entorno cotidiano. Somos esencialmente, por nuestra historia, por nuestra geografía, por nuestra cultura y por nuestra lengua (y, por tanto, por nuestro pensamiento), multiculturales, aunque haya quienes detesten esta realidad y asocien la palabra multiculturalidad con la palabra estercolero.
No hablaremos aquí, por falta de espacio, de la diversidad del español, de sus diferentes dialectos, heterogeneidad y variedades, tanto en España como en los numerosos países y regiones donde se habla. Son miles los americanismos de las variantes del español del llamado Nuevo Mundo. El castellano es una lengua tan rica, tan amplia, tan diversa, que no cabe hablar de una uniformidad ni lingüística ni ideológica. Sólo concluiremos que diversidad y multiculturalidad son dos conceptos esenciales al referirnos a nuestro idioma, igual que lo son al hablar de nuestra historia y, por tanto, de nuestra identidad. Todo proyecto de uniformidad en este momento de la historia es contrario al espíritu y la esencia tanto del español como de lo español.
MOMENTOS ESTELARES DEL CASTELLANO
Lo que primero marca el español, desde el punto de vista histórico, es, evidentemente, la presencia en la Península Ibérica de todos los pueblos que la han habitado o que han ejercido su influencia cultural sobre ella de uno u otro modo, como hemos visto en el apartado anterior. Las dos fechas más relevantes en las que tiene lugar la llegada de pueblos extranjeros son el año 218 a.C., año en que comienza la romanización en el contexto de las Guerras Púnicas, un proceso que dura unos dos siglos, y el 711, año en que los árabes inician su rápida invasión y cuya presencia se prolonga durante ocho siglos. Pero existen otros momentos fundamentales en la historia del español que merecen ser destacados:
Siglo XI: Las glosas emilianenses y las silenses son las primeras pruebas escritas de que el latín se ha transformado ya en una lengua romance, el castellano. Concretamente, el Códice Emilianense, conservado en el monasterio de San Millán de la Cogolla, en La Rioja, data del siglo IX, aunque las glosas son añadidos del siglo XI. No son anotaciones poéticas ni de altos vuelos. Son breves notas aclaratorias en lengua vernácula hechas por uno o varios monjes a un texto escrito en latín, lo que significa que ya había monjes que no dominaban muy bien esa lengua. Su importancia reside en que son los primeros testimonios escritos de la existencia del castellano. También son importantes para el euskera, ya que las pocas glosas escritas en una versión primitiva de la lengua vasca son los primeros documentos escritos no epigráficos (es decir, no escritos en piedra o cualquier otro material duro) que poseemos de esa lengua.
Siglo XIII: Alfonso X el Sabio y su Escuela de Traductores de Toledo son los responsables de una inmensa obra de composición y traducción al castellano de textos de todo tipo provenientes del latín, el árabe y el hebreo. La fijación por escrito de la prosa castellana de su tiempo es sumamente importante en la historia de la lengua. Hasta entonces, el romance castellano carecía de una tradición literaria asentada, tanto en el campo científico como en el humanístico. Por otra parte, a partir de su ingente obra, la norma utilizada en castellano se desplazará de la usada en la región de Burgos a la que se hablaba en Toledo.
Año 1440: invención de la imprenta. Probablemente sea el invento más importante a la hora de fijar la lengua y unificar aún más su gran diversidad de usos y variantes. Supone, además, entrar en contacto directo con las palabras de otros autores, otros tiempos y otras culturas, con lo que ello tiene de enriquecimiento de la lengua y la inculturación de los pueblos. Pero supone, sobre todo, la posibilidad de acceso al conocimiento (y a la lengua escrita, es decir, fijada) de un número de hablantes cada vez mayor. Es el germen de la democratización y la expansión del saber, que hasta entonces era exclusivo del clero y de la aristocracia (y no toda). Este germen democratizador de los libros es al que temen todos los autoritarismos, que suelen cebarse con ellos en sus intentos por destruir las democracias.
Año 1492: los acontecimientos que tienen lugar durante este año son fundamentales en la historia del castellano: el descubrimiento de América, la derrota definitiva de Al-Andalus, el edicto de expulsión de árabes y judíos y la publicación de la gramática del sevillano Antonio de Nebrija, que es la primera gramática de una lengua vulgar que se imprime en Europa en un momento en el que las lenguas romances no eran aún consideradas lenguas de cultura. El ladino, el castellano que se hablaba en la península en el año 1492, aún pervive hoy en día, aunque en rápido proceso de extinción, en algunas comunidades de judíos sefardíes repartidas por el mundo. Sefarad era el nombre que los judíos daban a España, igual que los árabes la llamaron Al-Andalus.
Siglos XVI y XVII: reajuste del sistema de los fonemas sibilantes. De los siete sonidos sibilantes del castellano medieval sólo quedan (en el castellano estándar) el actual sonido de la S y el de la CH. En aquellos lugares donde se impuso el ceceo también desapareció el sonido de la actual S. Algunos de los que desaparecieron del castellano estándar, como el sonido /ʃ/ (el de la palabra inglesa shop), permanecieron en algunos lugares del sur en las palabras que contienen una CH (como en el andaluz chacho) o en otras lenguas de la península (como en el gallego Xunta o el catalán Xabi). Otros fonemas desaparecieron completamente, como el sonido /ts/ (similar al sonido de la doble Z de la palabra italiana pizza), el sonido /dʒ/ (como el sonido inicial de las palabras inglesas John o jacket) o el fonema /z/ (S sonora, como el de la palabra inglesa zoo). Es en este momento de la historia cuando el sonido de la X (México, Texas), que era sibilante, se transforma, primero en el de la H aspirada y posteriormente en el de la actual J (Méjico, Tejas). También entonces se separan definitivamente las variantes del castellano del norte y las del sur, generalizándose en el sur uno de los rasgos más importantes de su modo de hablar, el seseo, que es característico también de los países latinoamericanos, cuyos colonizadores fueron, en su mayoría, hablantes de los dialectos sureños de la península.
Año 1713: creación de la Real Academia Española bajo el reinado de Felipe V, inspirada, dado el origen de la dinastía borbónica, en la Academia Francesa. Su función es la de preservar el buen uso y la unidad de una lengua en permanente evolución. Su creación ayuda aún más a fijar o a desechar los cambios producidos por los diferentes usos, los errores o el desconocimiento normativo de muchos de sus hablantes, tanto en España como en el resto de países en los que se habla, aunque no siempre lo logra. En lo específicamente relacionado con la Historia de la Lengua, su misión, más que crear nuevas leyes o censurar novedades, es la de ser testigo y certificar aquellos cambios que la mayoría de los hablantes de un territorio, por diversas circunstancias históricas, sociales o culturales, acaba convirtiendo en uso común y cotidiano.
Segunda parte del siglo XX hasta nuestros días. En 1969 nace internet. Aún no sabemos el alcance real y completo de lo que las telecomunicaciones -especialmente la red- acabarán afectando a nuestra lengua, pero la globalización, los nuevos modos de escribir, la creatividad propia de los jóvenes, la avalancha de palabras procedentes del inglés, el acceso directo a hablantes de cualquier origen o condición, la inmediatez y rapidez en la comunicación, así como la brevedad en la exposición de ideas que exigen o permiten ciertas plataformas con cientos de millones de usuarios tendrán, a buen seguro, un importante impacto sobre la lengua y sus usos. Igual ocurre con la revolución cultural y sexual que nace en los años 60 del pasado siglo. Con los movimientos feministas y LGTBI (así como con los movimientos que se oponen a sus reivindicaciones) se siguen introduciendo nuevas palabras y transformando o creando otras, de las que probablemente quedarán muchas en la lengua. De no existir el movimiento feminista, una palabra como señoro (varón típicamente machista) no habría sido elegida como principal neologismo del año 2020, por ejemplo.
PALABRA Y DEMOCRACIA
Afirma Irene Vallejo, autora del reciente y excelente ensayo El infinito en un junco que “para que la democracia sea saludable, también tienen que serlo las palabras”. Es decir, si las palabras no son sinceras, si mienten, si manipulan, si tergiversan, si corrompen, si insultan, la democracia será una democracia enferma. Pero siendo esta una idea que merecería ser analizada con detenimiento tanto desde la Filología como desde las Ciencias Políticas y de la Comunicación, en este apartado nos vamos a limitar a hacer una breve reflexión sobre la relación, desde el punto de vista de la Historia, entre los dos conceptos principales de la cita: palabra y democracia.
¿En qué sentido afecta la idea de democracia a una lengua?
Digamos, como punto de partida, que la democracia es un concepto más vinculado a la horizontalidad (poder que proviene de todos o de una mayoría) que a la verticalidad (poder que se impone desde arriba, normalmente por una minoría). Si hablamos de palabras, ¿quién tiene más poder sobre ellas a la hora de acomodarlas y fijarlas en la lengua: la autoridad de instituciones como la RAE o el pueblo que las usa?; ¿la norma impuesta por las gramáticas y los diccionarios o un uso que a veces proviene de la ignorancia y el error?; ¿el poder y el conocimiento de los sabios o el descarado atrevimiento de la juventud y la influencia de los movimientos sociales? ¿Quién tiene -por utilizar una expresión relacionada- la última palabra? Veamos.
Hace unos días, en la viñeta de un periódico nacional, aparecía la imagen de un camino que se bifurca. En cada uno de los dos nuevos caminos hay dibujado un cartel que indica hacia dónde conduce. En uno se lee “almóndigas”; en el otro, “lenguaje inclusivo”. Un numeroso grupo de sesudos personajes vestidos de negro, representando a los académicos de la RAE, enfilan, como una piña, la misma dirección: la de las “almóndigas”, un lugar que debe de estar cerca de otros como “papichulo”, “asín” o “toballa”, términos también aceptados por la Academia recientemente. El objetivo de la viñeta no es, evidentemente, criticar la aceptación de palabras tan castizas como las que representa el camino elegido, sino denunciar la postura y las preferencias de los académicos, que dictaminan en contra de aplicar el lenguaje inclusivo a la Constitución o que demoran hasta al menos el año 2026 la aceptación formal de expresiones como “violencia de género”, que en la actualidad es una expresión utilizada por la inmensa mayoría de la población y que tiene repercusiones sociales más relevantes que, pongamos por caso, la palabra “almóndiga”.
Pero independientemente de que uno esté de acuerdo o no con la decisión de los miembros de la RAE -allá cada cual-, hay algo por encima de tal decisión: tanto en un caso (lo castizo) como en otro (la creación de un modo de hablar no discriminatorio), su elección, aun siendo importante, no va a ser el factor que determine el éxito o el fracaso del “papichulo” o del “nosotres”. Son los hablantes y no los académicos los que tendrán la última palabra. Ellos, los académicos -mal que les pese en ocasiones-, no pueden hacer otra cosa que limitarse, como han tenido que hacerlo siempre, a ser notarios del triunfo o la derrota de las palabras que utilizan las mayorías sociales. El consenso, más que el corsé, será quien determine qué se queda y qué desaparece de la lengua. Más que de verticalidad tenemos que hablar, pues, de horizontalidad. Más que de dictadura de unos pocos, de democracia. No hay regla impuesta que pueda funcionar bien sin la aceptación de aquellos a los que se les exige su cumplimiento. La Historia lo demuestra.
Ello no significa que cada uno pueda utilizar la lengua como le venga en gana. El consenso implica unas normas que nos hemos dado entre todos y que, consciente o inconscientemente, aceptamos la totalidad de los miembros de una comunidad de hablantes, ya sea universal (las normas generales comunes a todos los dialectos y variantes de la lengua) o particular (aquellas que afectan a un entorno más reducido, sea nacional, regional o local).
En sus comienzos, en el siglo XVIII, la RAE cosechó numerosos fracasos. Los académicos pretendían imponer a toda costa el modo de hablar de las personas cultas, que en aquellos tiempos eran las minorías poderosas (una costumbre de la que aún quedan restos). Pero poco a poco no les ha quedado más remedio que rendirse a la evidencia de que su misión no es la de imponer nada sino la de sugerir, la de ser testigo y notario, la de ordenar los materiales lingüísticos que la gente común crea y usa para comunicarse cotidiana o artísticamente. ¿Quién le puede prohibir a los jóvenes que digan finde, Insta o porfi en lugar de fin de semana, Instagram o por favor, o a los niños que digan seño o cumple (en lugar de señorita y cumpleaños), a un andaluz que diga asín, a un activista LGTBI que diga todes o nosotres o a un poeta que diga montañas como abismos, aunque ambas palabras hagan referencia a realidades radicalmente opuestas? Digan lo que digan los académicos, todas esas personas lo seguirán diciendo o, si lo desean, dejarán de decirlo.
La Academia unas veces gana y otras pierde. Y los motivos a veces son inexplicables o azarosos. Sin saber muy bien por qué, hay palabras y expresiones muy usadas que, a pesar de estar ampliamente extendidas, no acaban de ser aceptadas por la mayoría de los hablantes como correctas. Un caso paradigmático es el del uso de me se (me se ha caído) en lugar de se me: muchas madres, incluso las que ni han oído hablar de la RAE, siguen corrigiendo a sus hijos cuando cometen este error. Algo tiene esa expresión que sigue rechinando tanto a los académicos como a la mayoría de la gente.
En el siguiente ejemplo es la Academia la que ha salido perdiendo a favor del uso de los hablantes: la expresión “ir a por agua” (o “a por pan”, o “a por una silla”), con la preposición “a” (lo apropiado era decir “voy por agua”), ha sido incorrecta según las reglas hasta que, con la fuerza que impone el uso, ha tenido que ser aceptada como correcta. Ha ocurrido con infinidad de palabras a lo largo de la historia, algunas ya mencionadas, como almóndiga, asín, murciégalo, descambiar o vagamundo, que hoy en día son aceptadas, aunque sea como vulgarismos o coloquialismos, que en algún momento podrían dejar de serlo. Lo mismo les pasa cada año a un buen número de neologismos, que tras un tiempo en ese extraño limbo de la incorrección, pasan a ser admitidos en la lengua como miembros de pleno derecho, como recientemente ha ocurrido con palabras como tuit, espanglis, cederrón, culamen, amigovio o palabro. O como pronto pasará con palabras como señoro, que ya hemos mencionado.
Y así es, entre otras muchas causas, como han avanzado, se han transformado y enriquecido las lenguas a lo largo de la historia. Y como siguen haciéndolo. La fuerza de las palabras es la de los caballos salvajes: raramente admiten riendas. Las palabras nacen, triunfan o desaparecen no según decisión de los entendidos, sino de la colectividad. Por ello lenguaje y democracia son dos conceptos tan íntimamente ligados a lo largo de la historia, existan o no existan instituciones reguladoras. ¿Quién nos iba a decir que una palabra tan común en los años ochenta como yupi (moderno, joven y exitoso hombre de negocios) iba a pasar en tan poco tiempo al rincón del olvido? Pues ha ocurrido, independientemente de que la RAE le diera entrada o no en su diccionario.
Es ingente la cantidad de palabras comunes que o bien porque su referencia ha entrado en desuso (como manteo, entremantilla, garrotín, jubón, chambra, celemín, odre, pelaire, saya o tartana) o por la decisión más o menos caprichosa de la colectividad (cuchipanda, niqui, dandi, piscolabis, endilgar, yupi, dabuten, okey Makey, efectiviwonder) o bien por comodidad (un poco de azafrán, de sal o de chocolate en lugar de una brizna de azafrán, una pizca de sal o una onza de chocolate) se están quedando o se han quedado obsoletas. Es verdad que uno tiene la impresión de que la desaparición de una palabra supone un empobrecimiento irremediable de la lengua, una pequeña tragedia, pero sírvanos de consuelo que si bien son centenares las que han desaparecido en los últimos siglos, continúan siendo más las palabras que nacen que las que mueren (sean usadas o no por todos los hablantes; ese es otro cantar).
Como decimos, este tipo de movimientos ha existido siempre en la historia de las lenguas vivas. Por eso afirmamos que están vivas, porque cambian, porque evolucionan, porque incorporan nuevas realidades, porque inventan, porque se deshacen de palabras o recursos innecesarios o simplemente por moda o por capricho. Como la vida misma, como la historia de los pueblos. De haber triunfado la tendencia más conservadora, de no haber acogido las palabras venidas de otros mundos, de habernos guiado por leyes inmutables y eternas, de no habernos saltado el ordeno y mando, de no haber incorporado los errores de los menos cultos o la creatividad de los más jóvenes, el castellano, como cualquier otra lengua, jamás habría nacido. Ni el castellano ni otras muchas cosas que hacen del mundo un lugar fascinante y hermoso. En España seguiríamos hablando, con ligeras variaciones, la lengua que hablaban Julio César, la emperatriz Livia Drusila o Marco Tulio Cicerón (que a lo mejor, ahora que lo pienso, tampoco estaría tan mal).
LA VARIANTE MANCHEGA EN ESTE CONTEXTO
Hay que decir que lo manchego, tanto su modo de hablar como otros rasgos de su idiosincrasia, es más conocido últimamente a causa de la presencia pública de destacados cineastas, humoristas, cantantes o escritores manchegos que favorecen de alguna manera el orgullo regional. Conocidos políticos hacen incluso alarde exagerado de determinadas características lingüísticas propias del habla manchega, como ocurre con el heheo del antiguo presidente José Bono (en su caso quizás deberíamos decir jejeo). Ello ha contribuido, entre otras causas, a que la diglosia (utilización de distintos modos de hablar dependiendo del entorno en el que nos encontramos, familiar o ajeno) sea un fenómeno cada vez menos común en nuestra región. En ocasiones, muchos manchegos se han sentido o se sienten acomplejados por su modo de hablar, considerado vulgar e incorrecto incluso por ellos mismos, e intentan ajustarse a la normas del llamado castellano estándar, con lo que ello conlleva de desaparición de vocabulario, expresiones o rasgos propios de pronunciación. Pero el asunto es bastante más complejo y va más allá de hablar bien o hablar mal, al menos desde el punto de vista de la Historia, que es el que nos ocupa.
Tanto lo que consideramos errores como los cambios que se producen en las palabras no son, por lo general, nada nuevo. Lo que en origen era considerado error acabó en multitud de ocasiones convertido en norma. Veamos algunos ejemplos:
Los antiguos ya se comían la D intervocálica, incluyendo a veces las vocales que la acompañaban: frigidum se convirtió en frío, crudelem en cruel o limpidum en limpio. Nosotros, como ellos, eliminamos la D en muchas palabras de diferentes categorías gramaticales: comío, cantao, almuá, ná, agotá, enzorruzaor, azaon, nublao…
Los antiguos también cambiaban el orden de las letras (metátesis): Inter se convirtió en entre, quattor en cuatro, parabola en palabra. En La Mancha es común oír Grabiel por Gabriel o trempano por temprano.
También ellos cambiaron la R por la L (lambdaísmo): carcerem acabó siendo cárcel en lugar de cárcer; arborem se convirtió en árbol; papyrus primero cambió a paper y luego a papel (aunque también derivó en la palabra papiro). En la variante manchega se sigue oyendo (ahora se mantiene sobre todo en hablantes de bajo nivel cultural) primel en lugar de primer, Arcázal en lugar Alcázar, o se acaba el infinitivo de los verbos en L: comel, dormil, cantal. El lambdaismo llega a términos exagerados pero aceptados en lugares como Cuba o Puerto Rico, donde es la norma.
En el latín tardío también se hizo rotacismo (cambiar determinadas consonantes por el sonido de la R), como nosotros hacemos cuando decimos murlo por muslo, arbañil por albañil o cardo por caldo. La palabra latina sanguinem se convirtió en sangne y luego en sangre; asenam dio arena; hominem pasó a ser omne, luego omre y definitivamente hombre. Los genitivos de muchas palabras que en un principio se construían con S, como flosis (genitivo de flos) cambia a floris, que en castellano da flor.
El fenómeno de la epéntesis (añadir un fonema a una palabra), como en las palabras Ingalaterra, arrescuñar, cobete, huéspede, comistes o hablastes tampoco es nuevo. La palabra latina calvaria, por ejemplo, debería haber dado calvera en lugar de calavera; chronicus llegó a convertirse durante siglos en corónico, aunque luego esa epéntesis se revirtiera y acabara en la actual palabra crónico.
Lo que ha cambiado no es tanto el tipo de “errores”, que, como hemos visto, en muchos casos tienen la misma naturaleza, sino el control sobre ellos. Ahora el control se ejerce a través de la RAE, de los programas de estudios, de los medios de comunicación que unifican las diferentes variantes del habla… Hace unos siglos esos controles no existían, por lo que los cambios no tenían los frenos que tienen ahora y eran más frecuentes. ¿Hablamos así porque somos unos garrulos? No. Nuestra lengua tiene tendencia -y siempre la ha tenido- a propiciar determinados cambios, a evolucionar en una determinada dirección. ¿Cuál es esa dirección? La misma de todas las lenguas: la eficacia (ven acaquí tiene más fuerza en determinadas ocasiones que ven aquí), la economía de recursos (un kilo patatas en lugar de un kilo de patatas), la facilidad (más fácil pronunciar dende que desde). Pero ¿por qué no todas las lenguas sufren los mismos cambios? Porque parten de rasgos diferentes. Una lengua en la que las consonantes sean más importantes que las vocales para ser comprendida, como es el caso del inglés, no puede evolucionar del mismo modo que el español, en el que la nitidez de las vocales para que la palabra sea comprendida tiene mayor importancia. Hay tendencias de pronunciación generales que afectan a determinados sonidos: las eses, por ejemplo, tienden a ser eliminadas o transformadas en otros fonemas siempre que ello no afecte a la comprensión de la palabra (nohotros, ehpaña, lohombre, dende…); la D intervocálica también tiende a desaparecer, arrastrando a veces con ella a la vocal que la acompaña (na, to, ca uno, volcao, bebío…). Ambos rasgos tienen su origen en la cercanía del dialecto andaluz.
Es interesante comprobar cómo, a pesar de los muchos controles, los “errores” siguen siendo los mismos que hace tantos siglos, en muchos casos cuando el castellano ni siquiera existía. Pero gracias a ellos se convirtió en la lengua que hoy hablamos.
Las migraciones y los cambios poblacionales a los que hacíamos referencia anteriormente también han sido fundamentales en la configuración de la variante manchega del castellano. La presencia de los árabes dejó más huella en nuestra zona que en regiones más septentrionales, que fueron conquistadas antes por los reinos cristianos. La palabra alcancía, por ejemplo,se ha usado hasta hace muy poco tiempo más que la palabra hucha, procedente del francés huche, que a su vez procede del latín medieval hutica. Igual ha ocurrido con la palabra azogue, que fue mucho más usada que la palabra mercurio. O con la palabra mandil, que aún es más común en muchos lugares que la palabra “latina” delantal. Es decir, cuanto más al sur de la península, mayor pervivencia de palabras procedentes del árabe. Hay ocasiones, sin embargo, en que la palabra latina se impuso muy pronto sobre su correspondiente árabe, como ocurrió con la palabra panocha sobre mazorca, aunque por esas fuerzas caprichosas de las lenguas, actualmente se haya impuesto la árabe mazorca sobre la latina panocha, en claro riesgo de extinción en España.
Al ser La Mancha territorio fronterizo y poco poblado, los reyes cristianos lo repoblaron con gentes de otros lugares, que, además de sus costumbres, aportaron sus palabras, en algunos casos de lenguas peninsulares distintas del castellano. Con las repoblaciones, muchos términos árabes fueron sustituidos por los correspondientes latinos, como ocurrió con la palabra alfayate, sustituida por la catalana sastre. También remor (ej: no te da remor ponerte a estudiar) proviene del catalán. Tarranco (ej: no va a quedar ni tarranco) llegó del vasco. Del astur-leonés vinieron cocote, relenco (salvaje, asilvestrado) o pochaca (allí cueva o hueco de la nuca). Asobinarse vino del navarro-aragonés ensobinarse. De Murcia llegan palabras como chusmear, solanera, mieja o páer (de donde procede también el diminutivo paerecilla). De los mozárabes mantenemos términos como pleita, capacho o asina. Es decir, la variante manchega del castellano (que comparte palabras con otras variantes), participa, aunque en menor medida, de la multiculturalidad característica del castellano estándar y de parecida diversidad: cada pueblo o cada zona tiene vocabulario o fonemas que los diferencian de otros pueblos, aunque sean muy cercanos geográficamente.
Finalmente, ¿tiene el habla manchega algún momento histórico estelar como los que hemos mencionado del castellano? No, pero participa de todos ellos en tanto en cuanto es una variante suya. El hecho de seguir siendo frontera entre el castellano llamado estándar o del norte y el dialecto andaluz hace que posea características de ambos. Además de lo ya dicho sobre la supresión de la S o la D de muchas palabras, también compartimos con Andalucía el heheo, que se desarrolla junto al seseo y el ceceo andaluces a partir del siglo XVI, un rasgo que se extiende incluso hasta el habla popular de Madrid. La cercanía del dialecto murciano llamado panocho hace también que la variante manchega comparta algunos rasgos con él. Cuando oímos ciertas expresiones o palabras del dialecto murciano se ve claramente que tienen gran parecido con el habla manchega, especialmente la de hace varias generaciones, e incluso pueden confundirse con ella. Algunos ejemplos de panocho: “Ahí sus quedáis”, “Ca uno s’aprete er zaragüel como puea”, “Dar er campanazo”, “De pocas chichas”, “Echarle azaite a un candil que no tie torcía”. Sin embargo, en líneas generales, actualmente tenemos cada vez más rasgos del castellano estándar capitalino y siguen desapareciendo algunas de las características típicas del habla de anteriores generaciones.
Quizá uno de los momentos más trascendentales de lo manchego en la historia no sea lo relacionado con su habla (aunque, de alguna manera, también), sino con su espíritu, algo que ha trascendido todas las fronteras. Me refiero a la escritura, a comienzos del siglo XVII, de Don Quijote de la Mancha, posiblemente el libro traducido a más idiomas después de la Biblia y que es considerado la primera novela moderna de la historia, con influencia en toda la narrativa occidental posterior. Pero eso se aleja del objeto de este artículo, además de requerir de muchísimo más espacio para hablar de ello, del que no disponemos.
En resumen, muchas veces, cuando se habla de la grandeza del castellano, es común referirse a cuestiones más relacionadas con cantidades que con cualidades: es una lengua hablada por aproximadamente 580 millones de personas, 460 millones la tienen como lengua materna, es la cuarta más hablada del mundo, es la lengua oficial de 21 países, el diccionario de la RAE contiene unas 93.000 palabras, sin contar los miles de americanismos, etc. Siendo ello importante, yo he querido recalcar en este artículo sus cualidades, que están, como las cifras, íntimamente relacionadas con su historia y construyen su esencia: su multiculturalidad, su diversidad, su carácter abierto históricamente a otras lenguas, tanto españolas como extranjeras, la riqueza de sus dialectos y numerosas variantes, el carácter democrático de su evolución, la creatividad y belleza de sus composiciones literarias o su gran capacidad para generar nuevas palabras y expresiones. Una lengua, en definitiva, muy viva, con un rico pasado y, sin ninguna duda, un excelente futuro.
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